Uno de los conceptos más maravillosos que he conocido es la responsabilidad afectiva. Siempre he tenido la certeza de que la magia existe en nuestro universo y se manifiesta a través del encuentro con seres humanos que te brindan puentes de salvación cuando te encuentras al borde de un precipicio. Recuerdo mis primeros años de universidad, ese momento en el que chocas con la realidad y descubres que la maldad no es una irrealidad propia de los cuentos de hadas. En uno de esos instantes de tristeza apareció un chico que me acogió y, sin apenas conocerme, abrió su universo de múltiples colores para mostrarme la maravilla musical de Sigur Rós.
Este chico guardaba una pena profunda por haber sido abandonado por su primer amor, debido a temas monetarios. Era una persona de gran sensibilidad, algo que se reflejaba en sus trabajos, que seguí durante años como quien sigue las migas de pan de Hansel y Gretel. A veces, en el proceso de nuestra amistad, me preguntaba por mis sentimientos, pero malinterpretaba mi timidez como rechazo. En esos días, cuando sentía que mis emociones oscuras me impedían brindar luz y temía caer más en esa oscuridad, prefería tomarme un tiempo para ser un refugio real, con claridad, mientras hacía el trabajo de Hércules al dominar mis propios impulsos.
Años después conocí a otra persona que fue igualmente responsable conmigo, hablándome directamente sobre sus inquietudes. También seguí sus expresiones creativas durante años. Ese es el punto: quien es responsable afectivamente con su comunidad es capaz de autorregularse cuando siente que sus sombras lo desbordan. Si comete errores, se hace cargo de sus actos y trabaja en sí mismo, consciente de que, en la incertidumbre del destino, puede volver a enfrentarse a situaciones similares con otras personas.
De Carolil