Hacia un Mundo Sin Violencia

En el contexto tan importante como fue el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, es esencial reflexionar sobre como el patriarcado afecta no solo a las mujeres, sino a todos los seres humanos, sin importar su sexo y género. Aunque existen algunas diferencias biológicas entre todos, las similitudes son mucho mayores y la neurociencia nos demuestra que podemos superar las barreras impuestas que en si son principalmente culturales.

Cuando hablamos de la violencia hacia las mujeres, es fundamental abordar el concepto de patriarcado. Este sistema político y social coloca al hombre, particularmente al padre, como la figura de autoridad superior dentro del núcleo familiar, subordinando a la madre. Esta jerarquía afecta todos los ámbitos de la vida: lo doméstico, lo educativo, lo laboral, lo mental y lo religioso, perpetuando la idea de que los hombres son naturalmente superiores y que su voz tiene más peso que la de las mujeres.

A lo largo de la historia, el patriarcado ha favorecido la visión masculina sobre la femenina, limitando la expresión emocional de las mujeres, salvo en el caso del miedo, que se utiliza para debilitar a los más vulnerables. Esta dinámica reprime cualquier pensamiento que desafíe la figura de autoridad, legitimando la violencia del más fuerte sobre el más débil como medio para mantener el orden y la obediencia. Aunque esta lógica afecta tanto a mujeres como a hombres, también moldea la psique masculina, regulando sus emociones y pensamientos según las normas patriarcales.

Lo más alarmante es que el patriarcado no solo persiste en familias nucleares tradicionales, sino que también se reproduce en hogares monoparentales dirigidos por mujeres. En estos contextos, los hombres, incluso aquellos criados por madres solas, pueden interiorizar y perpetuar los mismos patrones machistas. Los hombres dominantes ejercen su poder a través de mecanismos como el terrorismo psicológico y la violencia física. Este fenómeno es especialmente evidente en muchas tradiciones religiosas, como la cristiana, que presenta a la mujer como subordinada y al hombre como el gobernante natural. Este pensamiento ha impregnado tanto la psique colectiva que ha moldeado todas las instituciones sociales, dificultando su erradicación. A pesar de los avances, aún persiste la concepción de que la mujer es el “sexo débil”, destinada a servir, nutrir y ser emocionalmente sumisa, a pesar de su participación activa en el trabajo remunerado.

Este fenómeno se refleja en las dinámicas familiares actuales, donde, a pesar de que las mujeres trabajen fuera del hogar, se naturaliza que ellas asuman la mayor carga mental relacionada con las labores domésticas y el cuidado de los hijos. Mientras tanto, muchos hombres se centran únicamente en su trabajo profesional, dejando de lado el cuidado doméstico. Esta división de roles está tan arraigada que se justifica como algo «natural», reforzando la desigualdad en las relaciones de pareja y en la sociedad.

La cultura patriarcal también influye en la emocionalidad masculina desde la niñez. La expresión de emociones «débiles» o «pasivas», como la tristeza o la vulnerabilidad, se reprime, favoreciendo un modelo rígido de masculinidad que valora la fortaleza y la agresividad. Esta represión emocional genera desconexión entre los hombres y sus propios sentimientos, impactando negativamente en sus relaciones. En muchos casos, los hombres que no aprenden a gestionar sus emociones terminan ignorando tanto sus propios sentimientos como los de su pareja, lo que genera conflictos y sufrimiento.

Por otro lado, el patriarcado promueve un principio sexista que, a veces, es respaldado sin intención, incluso por algunas feministas que aún no se han liberado completamente del pensamiento patriarcal. La burla hacia los hombres que expresan sus sentimientos refuerza la idea de que son débiles. Esta actitud suele ser respaldada por las mujeres, quienes, cuando los hombres se quejan de no sentirse amados o reconocidos, interpretan que esto refleja una falla en su rol de amar y cuidar, lo que genera en ellas culpa y un gran malestar emocional que buscan evitar. Desde el patriarcado, se impone a las mujeres la responsabilidad de satisfacer las necesidades emocionales de sus parejas.

La única emoción que el patriarcado permite expresar libremente a los hombres es la ira, considerada un rasgo natural. Sin embargo, detrás de la ira se ocultan emociones más profundas, como la angustia y el dolor. Esta ira reprimida se manifiesta en formas destructivas de violencia, tanto física como psicológica, afectando la dinámica familiar y social. Los altos niveles de violencia, especialmente en contextos de guerra o dentro del hogar, reflejan cómo la ira no solo es tolerada, sino incluso fomentada como respuesta aceptable a la frustración y la opresión.

Es comprensible que muchas mujeres sientan miedo hacia los hombres, especialmente en contextos donde han experimentado o temen experimentar agresiones. Este temor no solo está vinculado a la violencia física, sino también a la psicológica y emocional. Las mujeres, como seres vulnerables, reprimen su rabia y frustración, pues no pueden expresarlas abiertamente. Esta represión emocional se acumula con el tiempo, creando un ambiente tenso.

Para transformar esta realidad, es necesario una revolución de valores basada en una ética del amor. Esto implica criar a los hombres para que sean cariñosos, empáticos y capaces de expresarse sin los límites impuestos por el machismo. Los hombres deben ser apreciados por quienes son, no solo por lo que hacen por las mujeres. El cambio debe venir de ellos, deseen liberarse de los mandatos patriarcales y sanar sus heridas emocionales, abriéndose a la posibilidad de amar y ser amados de una manera más auténtica.

Este proceso debe ser guiado por las mujeres, no desde la sumisión, sino como agentes del cambio. Implica compartir herramientas que permitan a los hombres explorar su identidad emocional sin caer en el amor romántico tóxico que perpetúa la violencia. Es crucial evitar relaciones basadas en dinámicas de control y sumisión, y fomentar vínculos saludables basados en el respeto mutuo.

Uno de los mayores obstáculos en este proceso es la resistencia que muchos hombres sienten al mostrar vulnerabilidad. La cultura patriarcal ha alimentado la idea de que cualquier expresión emocional masculina es sinónimo de debilidad. Para muchos hombres, aceptar el cambio y liberarse de los roles tradicionales de masculinidad requiere valentía. Sin embargo, aquellos que logren superar estos temores tendrán la oportunidad de formar relaciones más profundas, construidas sobre la igualdad y el reconocimiento mutuo, y, por tanto, lograr una felicidad genuina.

El cambio en las relaciones de género debe ser un esfuerzo conjunto, pero serán los hombres quienes, al desear este cambio, puedan realmente transformar su psique y contribuir a la creación de una sociedad más justa, equitativa y libre de violencia.

Para generar una sociedad más cooperativa, basada en la autenticidad, el respeto y el apoyo mutuo, es fundamental transformar nuestra psique, tanto a nivel individual como colectivo. El pensamiento sistémico nos enseña que lo individual influye en lo colectivo, y cada individuo refleja el sistema que lo constituye.

Este proceso solo será posible recuperando una cultura matriarcal que favorezca un modelo horizontal de relaciones. Este cambio requiere desmantelar las estructuras actuales, algo que se simboliza en el arcano «La Torre», el cual representa la destrucción de las viejas formas mentales. Las estructuras patriarcales, tanto internas como externas, se manifiestan en las máscaras que usamos frente al mundo. Estas máscaras se activan cuando surgen problemas, desencadenando nuestros mecanismos de defensa más primitivos. En esos momentos, aparece nuestro lado más oscuro. Para lograr una revolución positiva y real, es necesario transformar estos aspectos, como lo hacían los antiguos alquimistas al convertir el plomo en oro.

La moral impuesta a menudo actúa como una máscara hipócrita que, cuando nos enfrentamos a situaciones de verdadero peligro, se desmorona. Es por ello que debemos trabajar con las emociones heredadas a lo largo de generaciones, aquellas que el patriarcado ha proclamado como propias. Solo al superar estas emociones podemos crear la sociedad que deseamos, una basada en principios éticos. Este proceso requiere de una profunda reflexión, una conciencia que cale en lo más profundo de nuestras almas.

Es fundamental cultivar la humildad y la comprensión en nuestras relaciones con los demás. Esto implica liberarnos de creencias y emociones que no reflejan nuestra auténtica naturaleza, y ser más genuinos y sinceros en nuestra interacción con los otros. Al mismo tiempo, debemos aprender a transformar las emociones perturbadoras en cariño y amor verdadero. En el caso de las mujeres, esto incluye la capacidad de establecer límites saludables en nuestras relaciones antes de que se conviertan en dinámicas tóxicas o incluso violentas. La clave es ser asertivas y evitar el lenguaje pasivo-agresivo, el cual tiende a generar malentendidos y perpetuar relaciones destructivas.

En cuanto a la dinámica de género, la neurociencia nos muestra que, si bien existen algunas diferencias biológicas entre hombres y mujeres, estas son mínimas en comparación con las numerosas similitudes que compartimos como seres humanos. La plasticidad neuronal demuestra que nuestras experiencias y aprendizajes tienen el poder de modificar incluso aspectos biológicos, lo que nos permite superar las barreras impuestas por los roles de género tradicionales. Si desarrollamos la capacidad de mantener un diálogo genuino y asertivo, podemos solucionar los problemas de comunicación derivados de las estructuras culturales en las que hemos sido socializados.

El momento representado por «La Torre» simboliza ese instante en el que, queramos o no, surge nuestro verdadero ser. Vivir bajo una fachada puede llevarnos a una crisis que destruye lo que hemos construido. «La Torre» nos invita a ser auténticos. Solo al hacerlo podremos formar vínculos genuinos y contribuir a nuestra verdadera naturaleza como seres sociales, nutridos por el amor.

Si buscamos una transformación interna que impacte profundamente nuestras vidas y las de los demás, debemos desmantelar las estructuras mentales y emocionales que nos limitan y una de las herramientas que nos ayuda a esto es mi hipnosis clínica.

De Carolil

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